viernes, 18 de noviembre de 2011










Juan Carlos Onetti





Las mejillas descorridas son la sinécdoque de una musculatura inútil. Toda su carne tiende hacia abajo, mórbida, desentrenada en la gimnasia de la sonrisa, tempranamente resignada a la gravedad. Toda la carne de su rostro pende descuidada, humilde, despreocupada de sí misma.





La mirada, en cambio, busca la altura. Opaca y lúcida como la del ciego, lucha un rato por mirar hasta que el inevitable desencanto la retrae, otra vez, y se pone a proyectar imágenes en una pared invisible. Los globos oculares flotan acuosos en unos párpados fetales, exentos de pestañas. Los ojos son redondos y pequeños, casi esféricos, abiertos con la fuerza de quien lucha para no cerrarlos, quizás por consideración. Completan el gesto adusto un cierto prognatismo y un labio inferior presto para el sempiterno cigarrillo. La frente es ancha y la surcan cuatro rayas astutas. Todo el pelo está en las cejas, curvas y negras. Las orejas, de tan planas, parecen dibujadas. Lo más sólido en su cara es la nariz, dispuesta para los pesados vidrios que separan su mirada amniótica del mundo. Está levemente torcida hacia la derecha, como olfateando la realidad, displicente, sin asco pero con recelo.





Alto y de hombros rectos, ladea la cabeza y es lento en el hablar. No se detiene a buscar la palabra exacta, no, no hay pausa sino un discurrir pastoso y marrón. Suena porteña, como un gramófono, como un río, como una radio mal sintonizada. Con semejante apellido, uno esperaría quizás una voz altisonante, y en cambio, Onetti apenas gesticula con la voz y con el rostro. Si acaso, levanta un instante las cejas, cansado de que nada lo sorprenda. Son las enormes manos las que se mueven, sin nerviosismo, con la serenidad de quien conoce de antemano el desenlace y se allega hacia él sin prisa.





Las piernecitas son largas y flacas, innecesarias antes incluso del abatimiento. Alargado como un cuadro del Greco, su aspecto es el de un traje marrón de paño, limpio pero viejo, muchas veces cepillado e impregnado de tabaco. Un traje para que llore en la solapa una mujer. Es pulcro y tímido. Quizás es pulcro porque es tímido y no tiene afán de irreverencia. En sus años finales vence a su afeitado la cancelación del mundo, con la única concesión de un cabello atrasado, atusado sin coquetería.





Primero alto y luego largo, antes de traje y al final desnudo, sin pelo en el pecho ni en la lengua, en sus enormes manos los libros de otros se ven pequeños.





Si la habitación madrileña y siempre nocturna donde yace Onetti no oliera a tabaco, olería al río turbio que separa Montevideo de Buenos Aires.





miércoles, 2 de noviembre de 2011

Una extraña añoranza de Carpentier

−Mi nombre es Edgard Milans y soy un perdedor.


Con estas palabras inauguró el antaño escritor chileno el “Primer Encuentro Iberoamericano de Escritores-que-querrían-ser-otra-cosa”. −Yo quiero hacer cine, pero no tengo plata −agregó en un hilo de voz, pero inmediatamente se repuso –por eso hemos convocado este primer encuentro que será el primero de muchos que reivindiquen que también se puede ser cool escribiendo.


Ovación del público.


Con timidez, Marc Martínez, autor de la controvertida nouvelle gore Te estoy viendo con la cabeza abierta, Marta, sube al escenario para su turno de catarsis. −Yo quería hacer una novela gráfica pero solo sé dibujar conejos ­−declara sin poder reprimir los sollozos. Gracias, Marc, por tu valentía, gloria a Dios.


Para el tercer encuentro, Milans ya había conseguido plata para hacer cine y Marc se había asociado con un dibujante de Granollers. El encuentro había pasado a llamarse Más Speed y Menos Prozac y tanto Milans como Martínez habían roto con la organización por considerar la idolatría a Maradona que había empezado a crecer en el marco de los encuentros como “una forma velada de realismo mágico.” It simply sucks, agregó Milans, siempre convencido de que sus expresiones en inglés tenían que ir en original por no tener traducción posible.


Pero algo pasaría en aquel tercer encuentro que lo cambiaría todo.


(Los que estén esperando la aparición de un hombre lobo, alienígenas, o una orgía masiva, pueden abandonar la lectura aquí o seguir leyendo bajo su propia responsabilidad)


Sucedió que uno de los participantes se quitó la vida, dejando como nota una lista de libros, escrita en Word e introducida por la siguiente frase “Es que yo no tenía tele”. Y a continuación había una diatriba desgarradora contra su propia obra (inédita).


“Lo que me hicieron los libros. No hago más que usar palabras cursis como oprobio, diáfano o irrevocable, no se me ocurre ningún chiste resultón –a lo sumo juego con las maneras de hablar de mis personajes- y encima siempre asumo la mirada de una adolescente o de un viejo. Pero aquí aprendí que mi obra no vale para nada. He malogrado mis posibilidades (lo ven, ya estoy diciendo malogrado: quiero decir que soy un perdedor).”


El encuentro se ve truncado por el dolor y por otra cosa… Un cierto desconcierto, una cierta culpa, una extraña añoranza de Carpentier.


La bibliografía dejada con rabia por el suicida empieza a circular entre los asistentes. Todos quieren saber quiénes fueron los culpables. A algunos no les basta con ver la lista, sino que consiguen las obras para echarles un vistazo. Los libros empiezan a circular más que el speed. Como en uno de esos cuentos en que quien recibe un manuscrito cae muerto, todos cuantos van leyendo los libros culpables se van sumiendo en la depresión. La primera hipótesis es que las páginas podrían contener Ritalina (el psicofármaco que se les receta a los hiperactivos), pero los libros son analizados –además, no se trata de un solo espécimen- y la hipótesis queda descartada.


Hasta que uno se atreve por fin y se sincera: “desde que pasó lo del Tito me he releído nuestros libros y algunos de los que él dejó en su lista. Estoy abrumado y solo puedo escribir “ensayos”. Ahí les va eso:


Lo que nos hizo el inglés


Hoy estuve buscando algún punki de los que me gustan a mí, de esos que sin saber mucho de música me conmovían con su actitud y sus letras. No encontré ninguno. ¿qué cojones hace todo el mundo cantando en inglés? El punk ha muerto, viva Ignatius Reilly. Y viva la traductora de John Kennedy Toole, que me permitió leerlo en rioplatense. Les voy a decir algo: el inglés nos cagó la vida. Ahora solo sabemos escribir en un registro “coloquial”, en vez de ser “bichos raros” somos “freaks” o “nerds”, y encima resulta que nadie sabe muy bien lo que es un “friki” y lo usamos para todo. Parezco el dichoso Ignatius, o mi padre, o mi profe de lingüística de Montevideo, despotricando contra la juventud -y a mucha honra, que hace rato que dejé de querer ser la graciosa de la clase.


Escribir solo tiene sentido si podemos hacer algo con la lengua. Algo que no sea solo una morisqueta (se aceptan con gusto cunnilingus verbales, pero morisquetas… Morisquetas ya es pasarse de boludo). Yo no escribo en español porque tuve la mala suerte de no nacer en NY. Escribo en español porque esta es la lengua en la que pienso chanchadas cuando me excito, improperios cuando me enojo, y cursiladas cuando hablo de amor.


Hay quien escribe como premio consuelo, porque es lo que le queda más a mano, porque no tiene plata para un largo, porque no sabe dibujar. Si en el camino descubren que pueden hacer con el español algo que no harían tan bien con una cámara, o si en el camino dejan de comparar lenguajes y caen por siempre presas del influjo de la lengua; si se atreven a superar el miedo al ridículo; si se toman esto como un juego –aunque a veces sientan que en este juego (se) les va la vida−; si… quieren venir a ver el fútbol este miércoles al Esport, avisen. En otras palabras, que cada cual haga de su paraguas un aparato silbador, incluida yo, que ya tenía ganas de una diatriba.


Y por cierto, volvamos a la tercera conferencia “Más speed y menos Prozac”, y hagamos que caiga en manos de Tim O. Rato (el suicida) un ejemplar de La conjura de los Necios que le salve la vida. Su vida sería suya y tendría derecho a matarse, sí, si no fuera un producto de mi imaginación. Aupa, Tim, acabás de tener una revelación leyendo a Toole. Ahora salí un poco a ver mundo para entender también que nada, absolutamente nada de esto, es tan importante.



martes, 1 de noviembre de 2011

Evocación del hogar



(una vieja traducción mía, sin permiso de Paul Auster, seguida por la versión original)



Evocación del hogar





Norte verdadero. El norte de Vincent.


El atisbo


de la apatria de luz. Y por cada fisura de tierra,


los añiles


prados que arden


en un viento rabioso de estrellas.





Lo que está atrapado


en el ojo que te tuvo


aún sirve


como imagen del hogar: la barricada


de una silla vacía, y el padre, ausente


todavía rozagante


en su ataúd de honestidad.





Cerrarás los ojos.


En el ojo del cuervo que vuela ante ti


te verás a ti mismo


dejarte atrás.


---


Reminiscence of Home





True North. Vincent’s North.


The glimpsed


unland of light. And through each fissure of earth


the indigo


fields that burn


in a seething wind of stars.





What is locked


in the eye that possesed you


still serves


as an image of home: the barricade


of an empty chair, and the father, absent,


still glooming


in his urn of honesty.





You will close your eyes.


In the eye of the crow that flies before you


you will watch yourself


leave yourself behind.


---